La historia del cortesano
Recientemente escuché a un modisto decir, mientras le ajustaba un insignificante trapo de doce mil pesos a una sobrina casi bulímica, que el mejor atavío de una mujer es una sonrisa radiante. A veces es todo lo que se necesita, inmediatamente me acordé de una lectora empedernida que se ha pasado malgastando la vida entera en rabietas frente al espejo, frente a todos los que se le cruzan en su camino y a una edad en que los años son ganancia: 50.
Así como el aroma del cuerpo es excitante, del mismo modo lo es la comida fresca y bien preparada. Los perfumes de la buena cocina no sólo nos hacen salivar, también nos hacen palpitar de un deseo que sino es erótico, se parece mucho. Cierre los ojos y trate de recordar la fragancia exacta de una sartén con aceite de oliva donde se fríen cebollas delicadas, nobles dientes de ajo, jitomates tiernos. Ahora imagine cómo cambia el color cuando dejar caer unas hebras de azafrán y en seguida un pescado marinado con hierbas y finalmente un chorro de vino blanco y el jugo de un limón.
El resultado es tan estimulante como el más sensual de los efluvios y mil veces más que cualquier perfume de frasco. A veces, al evocar el aroma de un plato sabroso, la nostalgia y el placer nos conmueven hasta las lágrimas. Vuelven a nuestra memoria el sol abrumador del hogar donde transitamos de niños. Mi casa para mí como supongo lo es para usted, es un recuerdo que vaga en algún escondite de la memoria que salta en el momento inesperado y nos transporta mágicamente hasta aquellos momentos reviviéndolos de nuevo.
El aroma de una mujer en muchas ocasiones puede ocasionar guerras en la población masculina, Cleopatra, sin saberlo, y como todo en ella, lo llevaba al extremo. Cuentan los historiadores que, la brisa anunciaba en los puertos de arribo de su nave dorada con horas de anticipación, porque transportaba el aroma de las rosas de Damasco con que esa reina hechizante hacía impregnar el velamen. En su célebre visita a Roma, donde llegó con Cesarión, el hijo habido con Julio César, en medio de un formidable escándalo social y político que ella ignoró con la natural arrogancia de las faraonas, el perfume de rosas se puso de moda, y todas las mujeres de buena posición, menos Calpurnia, la esposa humillada de Julio César, lo usaban.
A veces quedaba su olor en las calles como una burla egipcia, recordando a los ciudadanos de Roma, que su invencible reino podía perderse entre las sábanas de una extranjera. En los festines de los romanos poderosos los esclavos contaban entre sus tareas aromatizar las habitaciones soplando perfumes por ingeniosas cañerías de plata y lanzando lluvias de flores desde el techo (así debieran hacer una fiesta en el Lienzo Charro). El aroma de rosas, tan costoso como el bálsamo de mirra líquida, pero mucho más erótico, se esparcía sobre los invitados como una forma de adulación de los partidarios de César o de protesta de sus enemigos.
Posteriormente, siglos más tarde, en los castillos medievales ahora convertidos en colegios, se cubría el suelo con pétalos de flores y rosas y hierbas aromáticas para cubrir el hedor a basura y excrementos. Eran tiempos en que nobles y lacayos aliviaban del vientre tras las cortinas, el excusado es un invento posterior, amén a la falta de baño…
Así es el perfume combinado con el aroma natural del cuerpo y años más tarde Josefina de Bonaparte lo practicó. Napoleón, le rogaba en sus cartas previo a su llegada del campo de batalla que no se lavara sus partes íntimas, confirmándolo Casanova en uno de sus escritos que “Hay algo en la habitación de la mujer amada, emanaciones voluptuosas tan íntimas y balsámicas, que, puesto a escoger entre ese aroma y el del cielo, el amante no vacilará en escoger lo primero.
Acá en Tapachula, un señor muy conocido casado en aquel entonces con una mujer de ascendencia china, enviaba a su mujer a correr a un conocido centro deportivo y cuando volvía bañada en sudor el hombre entraba en celo. Se divorciaron varios años después y el hombre convirtió en señora a la empleada doméstica, quien por cierto tenía podrido los dientes. ¿A qué se debe que su marido le gusta retozar con otra de menos categoría y limpieza que usted?
Los cultos y traviesos aseguran que son las feromonas, lo que incita a que el hombre se pierda entre las sábanas de la empleada de mostrador o doméstica, comprobando con esto aquello de la mujer de Napoleón, porque aunque le doy muchas vueltas al asunto, no encuentro otra razón poderosa, que no sea por el olor.
Ahora que me acuerdo, hace mucho leí un libro con una historia fantástica, erótica y llena de perfume, sobre un hombre, un cortesano, para no llamarlo de otra manera más vulgar, quien engañó a su amante con tres mujeres diferentes en una sola noche (cualquier mujer cuerda quisiera un amante con ese potencial para ella sola). Una de las mujeres, sirvienta de la señora, se lo confesó llorando, y ésta, que ya había tenido suficiente de las tonterías de su amante, trazó un plan para deshacerse de él.
En la siguiente visita del cortesano, fingiendo una actitud dulce y confiada, ella le pidió que lo acompañara hasta el cuarto donde mezclaban los perfumes, con el pretexto de confeccionar uno que fuera exclusivamente para ellos. El cortesano, hombre presumido que se jactaba de ser un ejemplar y conocedor en el ramo, la siguió hasta la cámara.
Nunca antes el cortesano había olido tal confluencia de aromas y sus narices se estremecieron con la armonía de arvejillas y violetas, de madreselva y bálsamo de limón y jacinto silvestre. Al pasar cerca del mortero tomó entre sus dedos una pizca de nuez moscada y clavo de olor, y aplastó los cristales de la corteza del árbol de alcanfor, recitando, mientras lo hacía, trozos de poemas que le parecían relevantes, porque, debo decirlo, trozos es todo lo que podía recordar.
Ocultando su desprecio ante tanta complacencia de sí mismo, la dama abrazó a su amante con pasión y le prometió una sensación enteramente nueva. Intrigado, el cortesano fue fácilmente persuadido de quitarse la ropa y tenderse sobre una túnica que su amante había colocado en el suelo (él era un hombre grandote en toda la extensión de la palabra).
La dama comenzó con gotas de lirio y clavo de olor sobre las sienes del cortesano, y procedió hacia la blanda hendidura en la base del cuello, que recibió la potente esencia de caléndula. Bajo las axilas puso milenrama y genciana y continuó con sus gentiles atenciones hasta que hubo distribuido fragancias en todo el cuerpo extasiado de su amante.
Sin embargo, lo que la dama sabía es que, tal como un exceso de Yin se transforma en el principio Yang opuesto, así ciertas dosis de esencias de flores curativas y estimulantes pueden tomar un aspecto negativo.
Una vez más inclinó sus frascos sobre el cuerpo del cortesano, y la mostaza sumió a su amante en una profunda melancolía sin origen, y la mimosa lo llenó de temor a la enfermedad y sus consecuencias, y el pino alerce lo convenció del fracaso, y el acebo aguijoneó su corazón con envidioso enojo, y la madreselva trajo lágrimas de nostalgia a sus ojos.
El brezo, añadido en cierta proporción secreta, exageró al extremo los disgustos más mínimos, y el enebro lo desanimó, y la climátide lo aturdió, y el olmo lo agobió con deficiencias y la manzana silvestre lo convenció de que era impuro.
El botón de castaña le provocó el recuerdo compulsivo de sus muchos errores, y el sauce le causó el resentimiento de la buena fortuna del prójimo, y el álamo lo hizo sudar y temblar de vagas aprehensiones y el brezo lo convenció que su mente fallaba, y la rosa silvestre lo resignó a la apatía, de modo que ya no le importó sí moría o vivía, pero hubiera preferido, de una vez por todas, lo último.
Satisfecha de haberlo preparado hasta ese punto, la dama administró dos toques más de manzana silvestre en sus sienes para exacerbar el odio de sí mismo. Desvanecido de desprecio por sí mismo, su amante le rogó que le diera una dosis fatal para pagar así todos sus crímenes contra ella. La dama, viendo al cortesano vencido en sus brazos, como chompipe a punto de fallecer en navidad, que se apiadó de su tormento y puso una gota de acónito en su lengua impaciente.
Y así, murió el amante infiel, desnudo, aliviado, y desde la muerte del mismísimo Príncipe Luminoso no hubo otro cuerpo tan fragante en su funeral.
Hace poco me llamó una lectora alarmada por lo que se vive en la sociedad actual, le dije que no se preocupara, y que debe darle gusto que sean precisamente” aquellas”, las que tantos golpes de pecho se dan, las que pertenecen a grupos de apostolados religiosos y quienes se sienten pertenecer a la nobleza, las que siempre han arrastrando la sábanas de sus casas. Aunque no la convencí del todo, acordamos platicarlo otro día pero le aseguré que son las niñas bien las que generalmente se hacen fuera de la bacinica.
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