La inolvidable boda juche… A mis compañeros comunicadores que festejarán este domingo ¡Felicidades!
Además de otras cosas la comida también entra por los ojos, la frescura de los ingredientes naturales debiera ser suficiente, pero la inalcanzable inventiva humana, cocina, mezcla, transforma y decora los alimentos con la misma pasión empleada en el arreglo personal. La asociación entre las formas y colores de los alimentos y los del cuerpo es inevitable: En el baño de un restaurante en San Petesburgo, el dueño que era también pintor, decoró los baños de los hombres; mostraba muchachas chupando espárragos con tal sensualidad, que sólo un inocente habría dejado de percibir la ilusión directa. Tengo un amigo que cuando descubre a su mujer en la cocina, según él le despierta el apetito y lo vuelve loco, por eso la toma por la espalda y aunque ella le dice un poco apenada que espere, él la acaricia y le da un beso, le lame el cuello traviesamente y prueba su sudor. Asegura que lo excita tanto ese sabor agrio y dulce que termina tumbándola sobre la mesa donde pica pollos y cebollas, la toma con determinación y sin que pueda defenderse la hace suya recitándole una letanía de palabras que, dichas en otro lado suenan groseras. Pocas mujeres han tenido este tipo de encuentros, porque al cuidar las formas y algunos prejuicios, echan al hombre a otros brazos con el pretexto de que no es el lugar indicado o de que las va a castigar Dios. Yo siempre he sido un fiel creyente que al pensar en comida afrodisíaca descarto de inmediato la etiqueta, porque la servilletas y las copas estorban, sin embargo suelo recomendar para iniciar el coloquio amoroso dos mitades de duraznos con pezones de frambuesa en un lecho de crema chantilli, lamiéndolo suavemente y sin retirar la vista del objeto a tumbar. Me lo agradecerá si echa a andar esta recomendación con valentía y deseos. Las mujeres suelen tener mayor imaginación que los hombres, solo es cuestión de atreverse para probar nuevas variedades. La variedad renueva el ardor amoroso una y otra vez. Aunque esto explica la poligamia y la infidelidad, ambas agotadoras, porque llevar doble vida tal vez sea fácil, pero cumplirle bien a dos hembras solo el Rey Salomón, que además de la hija del Faraón, amó a muchas mujeres que Jehová desaprobaba, no por la cantidad sino porque eran extranjeras. Tuvo setecientas esposas reinas y ochocientas concubinas… Panchita Ríos fue la cuarta esposa de un hombre que sino era viejo, lo tomó cuando ya estaba cansado. Ella tenía apenas veintidós años y como en Juchitán después de los veinte las mujeres ya pasan a ser solteronas para dedicarse a vestir santos, prefirió darse la oportunidad de su vida. Se había guardado virgen porque sus padres le aseguraron que ese detallito era un punto a su favor para transitar bien en el mercado matrimonial. El hombre llegó no se sabe de dónde, el romance aunque no fue apasionado como el de una pareja de dieciséis, ella pudo probar algo de lo que muchas veces la hizo meterse a casa con rapidez para darse un baño con agua fría y alejar los malos espíritus. Se casó de blanco, como se casan las señoritas vírgenes y aunque el hombre tenía cincuenta, se veía galán y con buena presencia; era alto, de piel tostada y ojos profundamente azules, ella era blanca, cabello negro, buena estatura, hermosas caderas y todavía la piel manifestaba frescura. No hubo luna de miel porque los padres de Panchita no deseaban dejar de ver a su hija un solo día, convencieron al hombre para que usara el cuarto que se encontraba al fondo de la casa mientras la fiesta recibía a medio pueblo que se emborrachó en su honor. La pareja solo compartió el vals, después el “medioshiga” (ofrenda económica que dan a los novios para que empiecen su nueva vida) y en seguida el baile de la mucura con el rompimiento de más de cien cantaros como aviso de que en breve, el novio rompería algo. Comieron caldo empanada en platos de barro acompañado con tortillas de mano y se despidieron bajo la pícara mirada de los invitados, quienes bromeaban que el hombre necesitaría un cincel para su trabajo. Panchita decoró la habitación de adobe y techos de teja con flores de guichache, vistió la cama con sábanas ribeteadas de tira bordada, regó agua de chintul en el piso de ladrillo cuadrado para perfumar el ambiente y colocó almohadas de pochota vestidas con encaje francés, que su madre había reservado para alguna ocasión importante. El interior era fresco, la pareja entró sin hacer ruido y cerraron la puerta con una tranca de madera para que los ruidos no se escucharan. No había necesidad de música, llegaba hasta ellos los sonidos de la banda y el bullicio de la juchada bailando sones y cacheteándose las nalgas por una canción popular istmeña que se danza cuando ya perdieron la pena y están briagos, tanto hombres como mujeres. Panchita no esperó a que el hombre tomara la iniciativa, su madrina la había llenado de consejos para cuando llegara ese día, así que se desprendió de la enagua y los tres refajos, hizo a un lado los collares de oro, se deshizo del huipil, se desenredó la trenza y en menos de lo imaginado estaba de pie frente a él como Dios la trajo al mundo. Era una diosa madura de buenas carnes a quien la cabellera le cubría los pezones, los mismos que el hombre tomó con delicadeza entre sus manos y chupó delicadamente como si fuese un niño tierno. Ella, como buena juchita le desabotonó la camisa y se la quitó con palabras dulces, luego los zapatos, en seguida el pantalón y lo demás lo dejó para que él lo hiciera en el momento justo. El hombre sentado y ella de pie, él la acariciaba a tiempo que ella perdía el control, sentía desmayarse de placer y, como la historia es real y no producto de mi imaginación, el hombre se desnudó por completo y la invitó a acaballarse sobre él, no por flojo y viejo, sino para que fuera ella misma marcando el ritmo. Así poco a poco, en medio de una habitación con sombras del medio día perdió su virginidad lanzando un grito de alegría que él ahogó con un beso a tiempo que la tomaba con fuerza y precisión de las caderas. En ese momento de gloria Panchita dejaba atrás una serie de remordimientos y atolondramientos, ahora podría llegar incluso la muerte e irse feliz porque ya era mujer. Se amaron otra vez y ella lo llamó “padre”, le prometió amarlo el resto de sus días y vivir para él como esclava, pero Panchita no sabía lo que decía, todo era producto de un placer inimaginable. Cinco horas después tocaron la habitación para anunciarles que los esperaban para comunicar a todos el resultado del coito. El novio no entendió muy bien hasta que ella le explicó que se trataba de una costumbre inquebrantable, ella debía mostrar la sábana con la huella de haber sido desflorada para que la fiesta continuara. En caso contrario la honra estaría en tela de duda. Aunque el novio no estuvo de acuerdo, Panchita tomó la sábana con la huella de sangre virginal, sudor y semen, lo dobló, se vistieron y salieron tambaleantes, débiles y con las piernas enclenques. La madrina de Panchita tomó la sábana y la extendió frente a todos, hubo aplausos y la madrina colocó en la puerta de la casa una olla entera, como símbolo de que su ahijada, aunque vieja, había sido doncella y salvado la honra familiar. El hombre cambiaba de color, se le hacía bárbaro y ante tal hazaña los hombres lo rodearon como si hubiese realizado una proeza. Se lo llevaron con los demás viejos para festejar su puntería y seguir bebiendo mezcal. -Que siga la fiesta- dijo el padre de la novia –Porque mi hija ha salido virgen- Y ondeaban la sábana como si fuese una bandera victoriosa a tiempo que las mujeres bailaban entre ellas mismas con cerveza en mano y otras con la botella en la cabeza, reían y levantaban sus enaguas bordadas, echaban el rostro y mostraban donaire, la banda tocaba un son que, sino era “Dios nunca muere”, se parecía mucho. Luego llegaron las complacencias y la banda interpretó Nereyda, La Sandunga y otras canciones que hablan de mujeres atrevidas que se van con otro, o de aquel que la llevó al río creyendo que era mozuela… Entró la noche y la fiesta siguió, algunas mujeres ya en estado inconveniente dormían para volver más tarde, otras llegaban frescas y las neveras se rellenaban se cerveza y hielo, se servía más comida y en el patio trasero de la casa una veintena de mujeres seguía cocinando gallinas recién sacrificadas, chivos barracos, puercos y echando tortillas como para un ejército. La fiesta duraría cinco días más en honor de los novios y la cervecería seguiría surtiendo camiones y camiones de cerveza; se remplazaba la banda cada ocho horas y no era extraño ver a una mujer tirada en el piso o un par de hombres en la misma situación: Era motivo de fiesta y no habían prejuicios. Después de los cinco días de fiesta y cuando mucha gente terminó con sueros en sus casas o con diarrea amarilla, la vida volvió a ser la misma de antes. Panchita se quedó a vivir con sus padres porque ya eran viejos y finalmente ella heredaría la casa. El hombre y ella vivieron felices, tuvieron dos hijos y aunque el sexo fue mermando cada día más, Panchita encontró la forma para que su marido, sin tener que usar energías más que su lengua traviesa, la llevara al paraíso las veces que se le antojaba ¡¿Qué bonito verdad?! Allá en el Istmo, las mujeres todavía llegan vírgenes al matrimonio, las que lo pierden en los retumbos de la juventud, no les queda otra más que seguir disfrutando los placeres pero difícilmente habrá hombre que las salve, al menos que sea extranjero y no le importe ese “detallito” ¿Usted qué opina?, ya que supongo se casó con una virgen… (En otra ocasión le doy la receta del “caldo empanada”, una delicia del istmo que se come en bodas y otros festejos) Para comentarios escríbeme
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