miércoles, 25 de marzo de 2009
Sueños eróticos de una cincuentona
A José A. Toriello Elorza, en ocasión de su cumpleaños.
Un amigo, hombre proclive a todas las concupiscencias, especialmente aquellas de la carne, fue a una orgía. A la mitad del carnal batiborrillo se puso súbitamente en pie y dijo con imperiosa voz: "¡Orden, señores, por favor! ¡Más orden! Estamos siete mujeres y tres hombres, ¡y ya van cuatro veces que abusan de mí!"...
Una lectora que no tiene prejuicios me dijo que a los 17 años descubrió que abrir las piernas era mucho más interesante que mantenerlas cerradas como su madre le exigía. Ahora que tiene cincuenta de los cuales treinta han sido dedicados a dormir al lado de un hombre deportista, recuerda con delicioso sabor de boca cómo se dedicó a violar cada uno de los preceptos de su educación, aunque con el paso de los años aprendió a caminar derecha y asistir a misa los domingos, no por remordimiento, sino por ser una costumbre social en muchas mujeres traviesas que, cuando tuvieron el cuerpo en buen estado retozaron con quien se les antojó y ya de viejas se dedican a llevar una vida recatada y de oración.
Ahora recuerdo que hace años en un palenque de gallos, acá en Tapachula, estaba Amparo Montes, alborotada por el calor del alcohol y quien no era una santa sino todo lo contrario, con otra “su amiga”, como dicen por esta región.
Su amiga, mujer de escándalo que no le temía a nada y que todo lo que le gustaba se lo llevaba a su lecho incluyendo al novio de su hija (un torero), contestó fuerte cuando la cantante le preguntó en voz alta quién era el médico criador de gallos, de ojos hermosos que tenía un sus manos un semental –No lo sé, pero a ese güerito, yo me lo echo- expresó la amiga a gritos.
No contaba la mujer ni la finada Amparo montes que delante de ellas estaba sentada la esposa del gallero y doctor, quien contestó llena de decencia –Sí es que lo permito, porque ese güerito es mi marido- Pues bien, esta lectora de cincuenta años y que por suerte aún no le ha llegado la menopausia, recuerda con especial emoción sus mejores tiempos y de las reglas estrictas con las que fue educada para finalmente llegar a un lecho en donde descubrió que todo lo que su madre le había enseñado, el deportista con quien se casó, tardó menos de una semana para convertirla en una Mesalina profesional en la cama, bueno, al menos así se sentía hasta que pudo confesarse con su guía espiritual quién le dijo que no era pecado lo que su esposo le hacía, y que estaba permitido todo hasta donde ella se “sintiera bien”, después de eso, mi lectora se transformó en una verdadera hembra gracias a ser una buena alumna, ya que nunca le preguntó a su maestro, en dónde había aprendido tantas cosas tan sabrosas…
Ya casada pudo comer con las manos, colocar los codos sobre la mesa y hablar mientras comía sin que sus padres estuvieran corrigiéndola con el cinturón. Así que, “comer como la gente”, pronto se dio cuenta que eso dependía de la latitud y las circunstancias que, para alguien que disfruta de hacer el amor comiendo y viceversa, el asunto de los modales es muy relativo.
La mayor parte de la humanidad por razones prácticas come con los dedos y sentir así el alma de los alimentos. La idea de los cubiertos es relativamente nueva y la de los estrictos modales en la mesa, todavía más, todas se relacionan con la cultura social y humana que se relaciona con el mundo a través de la vista y tiene una extraña desconfianza por los cuatro sentidos, sobre todo el del tacto. Por eso quienes vivimos nuestra existencia sin recato al pensar en una comida afrodisíaca descartamos de inmediato la etiqueta, tal vez usted no sepa cuál sea una comida afrodisíaca y es suficiente con decirle que abarca todo lo que usted prepara con sabias intenciones, ¿Por qué? ¿No me diga que cocina solo por que sí y ofrece la comida sin ninguna intención más…?
Imaginemos una orgía romana al estilo de Fellini, en donde los comensales se lanzan frutas, dulces por la cabeza, se limpian las manos con el cabello de los esclavos, fornican con los patos asados y se rascan el paladar con plumas para vaciar el estómago y volver a tragar. O pensemos en aquella inolvidable escena de Tom Jones.
Esa simpática comedia inglesa filmada en los años sesenta (tal vez usted no había nacido aún), en donde el héroe y una cortesana, sentados frente a frente en una mesa estrecha, comparten una cena exorbitante. La cámara se regocija en las manos destrozando pollos y mariscos, en las bocas sorbiendo, mascando, chupando, riendo, con los jugos chorreando por la barbilla y cuellos, como sí esas patas de cangrejo y mórbidas peras fueran las caricias que se abstienen de mostrar. Más tarde, cuando descubrimos que la cortesana es en realidad la madre de Tom Jones, la comida se convierte en una burlona metáfora de incesto.
-¡Qué asco!- , tal vez esta sea su expresión pero en el fondo es la fuente de inspiración para que usted, así como mi lectora se iniciara en este juego de la cocina, el sexo y el resto de la piel… Mi lectora en realidad se casó virgen, casta y pura, como pocas mujeres.
Su esposo no era un muchacho de concurso pero sí un hombre capaz de enloquecer a la mujer más frígida por razones que luego le compartiré, así que después, cuando hubo confianza me dijo que el sabor de su saliva, el sudor delicioso y otros detalles más le doblegaron la voluntad, la hicieron temblar de deseos y la rindieron en menos de lo que usted se imagina.
Tanto que se casó cuatro meses después de conocerlo porque sino, estaba dispuesta a dejarse desflorar por él atrás de la puerta en menos de seis minutos, tiempo que tenía libre y sola para despedirlo.
Su boda fue un escándalo y todo el pueblo pensó que se casaba de urgencia porque estaba embarazada, pero la verdad es que le urgía sentir el poder de un macho sobre ella, lo soñaba de día y de noche y un sudor frío le recorría la espina dorsal solo de imaginarse lo que a escondidas había visto en libros y otras imágenes más que su mente en estado virgen pero perversa planeaba hacer cuando estuviera sola con un hombre…
Se casó y desde el primer momento supo que el hombre que la tomaba en sus brazos era el indicado; tenía un cuerpazo de gladiador, piernas de roble; tremenda musculatura, manotas de obrero y su reciedumbre era superior a lo imaginado, así que no solo enloqueció sino que cuando reaccionó pensó que se iría directo al infierno porque nunca imaginó que esas maromas y otras poses fueran bien vistas ante los ojos de Dios, así que decidió visitar al sacerdote que desde niña la había confesado, transmitiéndole los horrores deliciosos que ella ejecutaba guiada por su marido y vencida por el calor…
El sacerdote, quien se supone sabe todo sobre sexo y otros placeres más probados en su escasa juventud, le dijo que no se preocupara, que entre esposos o parejas, todo estaba permitido siempre y cuando ella disfrutara y no se sintiera mal, así que todo aquello que ella sentía y que la mandaba a las pilas del infierno y la colocaba como pecadora ante los ojos de Jehová, se convirtieron en su doctrina íntima.
Su esposo le dio la oportunidad de que se realizara e inventara en el lecho algunos juegos que a pesar de la llegada de los hijos, siguieron disfrutando con exóticas variantes que ella combinaba con comida y otros elementos.
Su deliciosa vida sexual al lado de su esposo la convirtió en una excelente cocinera, tramo del matrimonio que nunca le había gustado pero que, seducida por él esposo, afinó esta sensibilidad al grado que, cuando los hijos se iban al antro, ella aprovechaba para organizar una cena para dos: Vestía el ante comedor de la cocina y sobre ella servía sus delicias, pero antes escanciaba vino sobre el par de copas de bacará y brindaban, comentaban el sabor de la comida, chocaban sus copas y al final de la mesa bajo la luz de las velas, ella se dejaba seducir por el marido…
Pero antes, echaba los platos al lavadero y dejaba solo las copas con vino para beber y besarse, entrelazar su lengua con la de él y dejar que se pusiera de pie, la tomara de la cintura, la embrocara sobre la mesa y en ella disfrutarla, hacerla gritar, quitándole la ropa a tirones mientras mi lectora, vencida por el poder del vino, permitía que el marido abusara con su permiso transportándola al paraíso más hermoso.
A sus cincuenta años me asegura que hacen el amor más de quince veces pero al menos dos veces al mes busca un rincón de la casa en donde ella y su marido se divierten, juegan como un par de chamacos, dispuestos a celebrar el resto que les queda de vida, inventado fiestas íntimas a donde a veces arrastraba el aparato de sonido, cubre las lámparas con mascadas de seda para atenuar la luz, coloca un disco de Joan Sebastián y prepara delicias que además de intoxicarles el alma, les calienta la sangre al grado de perderse.
Mi lectora tiene cincuenta años y aprovecha el tiempo que tiene al lado de su esposo, un hombre fiel y satisfecho quien aparece en sus sueños eróticos que más tarda en despertarse que convertirlos en realidad.
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