sábado, 19 de abril de 2008

¡Somos geniales!

La política en tacones Pilar Ramírez Con mucha frecuencia recibo correos electrónicos sobre las mujeres reenviados por amigas y amigos. Casi no hay semana en que no me llegue alguno de estos mensajes llenos de pensamientos aparentemente elogiosos sobre la “esencia femenina”. Reconozco que quienes reenvían estos mensajes lo hacen con la mejor de las intenciones y que quizá en su mente aparece la idea de agradar a las destinatarias. En estos mensajes suele describirse la vida sacrificada de las mujeres, en una gran variedad de tonos. Los hay lánguidos y cursis, casi como oraciones religiosas, algunos son divertidos y cínicos, otros utilizan pretendidos testimonios, pero todos ellos hacen patente cómo son las mujeres. Suele hablarse en estos textos de ciertas manías o defectos femeninos como comprar compulsivamente, aprovechar ofertas, conducir como ejidatarias (aquellas que creen que la tierra es suya) o la proclividad a llorar, pero al final siempre se reconocen las virtudes “esencialmente femeninas” como saber conservar una amistad, la preocupación por los demás, la inclinación natural hacia la santidad, la filosofía, la psicología, la medicina (por aquello de cuidar al marido y los hijos), el magisterio (porque nos convertimos en las maestras de nuestros hijos), la administración (de las finanzas caseras), la impartición de justicia, el sacrificio propio por el beneficio ajeno, la capacidad para trabajar 18 horas al día, aguantar dificultades, sonreír cuando quieren gritar, cantar cuando quieren llorar, llorar cuando están felices y amar incondicionalmente. Muchos de estos mensajes concluyen que, por todas estas razones, somos geniales y piden el reenvío a otras mujeres. Hace poco recibí uno de un amigo muy querido, en el que un narrador omnipresente narra que por la noche cuando sus padres ven la televisión, su madre se levanta y anuncia que se va a la cama, va entonces a la cocina y saca la carne del congelador para la comida del día siguiente, lava el recipiente de las palomitas, verifica si hay cereal para la familia, llena la azucarera, deja preparada la cafetera, pone la ropa mojada en la secadora, la sucia en la lavadora, plancha una camisa, cose un botón, recoge los juguetes, pone a cargar el teléfono, guarda el directorio telefónico, riega las plantas, ata la bolsa de basura, tiende la toalla húmeda y se va al dormitorio. Antes de llegar a él escribe una nota a la maestra, pone el dinero para la excursión de su hijo, levanta el libro que estaba debajo de una silla, se lava la cara, los dientes y las uñas, antes de ponerse crema antiarrugas. Le pone agua al perro y saca al gato al balcón, cierra la puerta con llave y apaga la luz de la entrada, les apaga a los niños la televisión, recoge una camiseta y pone los calcetines en el cesto de la ropa sucia. En su habitación pone el despertador, prepara la ropa del día siguiente, ordena los zapatos y actualiza su lista de cosas urgentes. En ese momento, el padre del narrador apaga la televisión, anuncia que se va a la cama y lo hace, sin más (pensé que además de flojo, medio cochinón, porque no se lava los dientes). El narrador concluye que las mujeres viven más tiempo porque están hechas para los largos recorridos y no se pueden morir antes porque tienen demasiadas cosas qué hacer. Recomienda enviar el correo (a decir verdad utiliza la expresión e-mail aunque el texto está hecho en español) a diez mujeres fenomenales que aprecie el lector y a los hombres que tengan la inteligencia de poder apreciarlo, dar gracias a Dios por tener madre, abuela, esposa, hijas, hermanas o buenas amigas. Me hubiera gustado hacer un breve intercambio con ese narrador imaginario para, a mi vez, recomendarle que en lugar de elogiar tanto a su mamá le pida a su papá que coopere, que vea menos televisión para que dividan las tareas de antes de ir a la cama. Recordé una anécdota de Lázaro Cárdenas, creo que narrada en Tiempo mexicano de Carlos Fuentes, cuando andaba de gira por Jiquilpan, su tierra, poco después de haber sido elegido presidente, donde se le acercó un campesino muy humilde que le gritaba: “Tatita, tatita, no dejes que te hagan estatuas, no dejes que te callen”. La petición encerraba una verdad grande y sabia. A veces, la mejor manera de callar a alguien es haciéndole un estatua, un homenaje o dedicándole un día. En esa gran cantidad de correos, aparentemente feministas o de reconocimiento a las mujeres, nos ponen estatuas, nos dicen supermujeres, nos hacen creer que somos geniales, porque así nos pesará menos trabajar 18 horas al día y será más fácil perpetuar la inequidad en la distribución de tareas. ¿No es mejor enseñar a los hijos a recoger los calcetines, los juguetes y las camisetas? ¿El papá no puede darle de comer al perro, sacar al gato, preparar su ropa, apagar las luces y cerrar la puerta mientras la esposa hace otras tareas, para que el descanso de ella aumente aunque él vea un poco menos de televisión? Señores, les tengo una noticia: nos cansamos, no somos geniales, somos malhumorientas si no descansamos bien y aunque nos elogien no queremos doble o triple jornada. Si optaron por la paternidad, por la vida en común o por ambas cosas, lo menos que pueden hacer es participar en la división técnica del trabajo. Apúntense con lo que les salga mejor o menos peor. Nos cansamos exactamente igual que ustedes, de modo que comiencen a distribuir las tareas. Señoras: no se crean lo de que las mujeres son la síntesis de la bondad, la santidad, la justicia, el sacrificio y la actividad incansable y desinteresada. Exijan apoyo de maridos, pareja e hijos. Aprendan que a quien trabaja lo premian con más trabajo. ¡Ah! y sobre todo, absténganse de reenviar los correos que enaltecen a las mujeres sacrificadas. Les conviene ser mortales comunes y corrientes que se fatigan y requieren apoyo en tareas de alto riesgo como las de casa. Pensándolo bien, sí somos geniales, porque no caemos en la trampa. ramirez.pilar@gmail.com

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