jueves, 28 de febrero de 2008

Izquierdistas intolerantes

Miguel Ángel Granados Chapa Reforma, 26 de Febrero de 2008 Se diría que el título de esta columna es en sí mismo una contradicción, pues uno de los atributos de la izquierda debe ser la tolerancia, toda vez que se trata de un movimiento que busca el cambio social hacia la justicia, la democracia y la libertad, todo lo cual supone respeto por los adversarios, pues nadie posee la verdad única. Y sin embargo en el Partido de la Revolución Democrática, que se proclama izquierdista, y en el Frente Amplio Progresista del que forma parte, y en el más ancho movimiento social que acompaña a Andrés Manuel López Obrador se agudizan acciones de intolerancia, tanto más reprobables cuanto que se fundan en la sospecha, en juicios de intención. El caso más notorio de esa enfermiza tendencia tuvo lugar anteayer domingo, durante y después del mitin encabezado por López Obrador ante la Torre de Pemex, como acto inicial de su campaña destinada a impedir toda modificación al régimen legal de los hidrocarburos que suponga pérdida de soberanía y entrega de la renta petrolera a particulares. Cuando comenzaba un discurso irreprochable aun desde el más ortodoxo lópezobradorismo, fue abucheado por un sector del público el coordinador de los diputados perredistas, Javier González Garza. Al concluir el acto, cuando se retiraba Carlos Navarrete, que a su vez encabeza a sus compañeros en el Senado, fue blanco de insultos y agresiones. Como en otros espacios, se le acusó de traidor a la causa enarbolada por López Obrador, como si su presencia en el mitin no fuera por sí sola una expresión de lo contrario, en que ha sido enfático. A nadie sorprende que entre grupos del PRD o de la Convención Nacional Democrática haya descalificaciones contundentes, cuya rudeza suele ir acompañada por su carencia de fundamento. En la primera Asamblea Nacional del movimiento que reconoce a López Obrador como Presidente legítimo fue objetada la inclusión de Carlos Ímaz en una de las comisiones organizadoras que se formaban sobre la marcha, a propuesta del máximo dirigente de ese movimiento. La objeción fue eficaz, no obstante que resultó del clamor de sólo una pequeña porción de la vasta multitud reunida entonces, que se convirtió en tribunal revolucionario y fulminó con su sentencia a un miembro relevante del PRD al que la justicia ordinaria no halló responsable de delito alguno y que se negó a pagar con favores las aportaciones que recibió del empresario Carlos Ahumada. La persecución a Navarrete no pudo ser atajada por López Obrador, que se había retirado ya, como sí le fue posible pedir respeto a la oratoria de González Garza. Consolaría a los preocupados por el papel político del PRD suponer que fue una provocación de grupos fuera de control que aprovechan el espontaneismo que es parte de la movilización lópezobradorista, pero es claro que se trata de mucho más que eso, una conducta cerril y estéril de expresar desacuerdos, que es la forma inicial de la exclusión y aun del exterminio del diferente. Si no lo hizo durante el lunes, López Obrador está obligado a censurar acremente a quienes de entre sus compañeros atacaron a Navarrete, a fin impedir la repetición de actitudes que pueden ir más allá y generar resultados que agraviarían a todos. Los acontecimientos del domingo forman parte de una tensión añeja, con frecuencia vecina de la reyerta, entre miembros del PRD e integrantes de grupos que sin encuadre institucional, o el más leve posible (justamente porque sus integrantes detestan a la burocracia partidaria), apoyan a López Obrador desde el año de su desafuero y con indignación que no decrece resolvieron impulsar el desconocimiento de Felipe Calderón como Presidente formalmente electo. El 20 de noviembre del año pasado, sin embargo, parecían haberse colocado las bases para que coexistieran esas dos tendencias que, sin excesivo rigor conceptual, podríamos considerar como partido y movimiento. La Convención Nacional Democrática acordó entonces una doble vía para la resistencia al fraude al que se achaca la derrota de López Obrador. Los legisladores elegidos el 2 de julio, y que integran la segunda fuerza en la Cámara de Diputados y la tercera en la de senadores, asumirían la lucha a partir de los instrumentos y los recursos de que los dota su institucionalidad. Se previó que los gobernadores ejercieran una actuación semejante, en su caso con mayor razón, porque es su deber gestionar el bien de todos sus gobernados, hayan votado o no por ellos. Simultáneamente la resistencia civil pacífica desplegaría los recursos de esa forma de participación política, sobre todo la movilización y la permanente denuncia. Tal asignación de papeles no ha estado exenta de dificultades, porque López Obrador ha buscado que los legisladores simplemente estorben la acción de sus Cámaras, en vez de aprovechar su fuerza parlamentaria como la reforma constitucional en materia electoral probó que es posible. De modo que, en menor medida en el Senado, y más notoriamente en San Lázaro, las bancadas perredistas se han dividido, y las minorías resultantes descalifican y desconfían de sus líderes, obligados por la legalidad parlamentaria a la que no pueden renunciar. Todo ello, por añadidura, se inscribe en el marco de la inveterada inclinación del PRD, su mal congénito, a la exacerbada disputa interna, a la permanente querella entre corrientes y los intereses de quienes las encabezan. Y el actual proceso de elección de dirigentes nacionales no ha hecho más que llevar todo al extremo.

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